Cuando uno piensa que en sólo 350 años los cristianos pasaron de ser un puñado de hombres “locos” que parecían como borrachos a ser la religión oficial del Imperio Romano[1], realmente queda asombrado y se pregunta: ¿De dónde vino esta fuerza? ¿Qué fue lo que le dio tanto impulso al cristianismo primitivo? ¿Cómo es que sobrevivió y se abrió paso en medio de su tiempo ya que, como lo atestiguan los primeros escritos y testimonios, estuvo marcado por las persecuciones y el martirio?

Sin duda la fe en Jesús resucitado marcó la diferencia y los milagros que acompañaron la predicación de los primeros creyentes ayudaron mucho. El celo y el fervor que leemos en Hechos de los Apóstoles y en tantas actas y escritos de los primeros tiempos de la Iglesia, entusiasman y apasionan a quien los lee. Qué increíbles habrán sido esas primeras misiones que fueron fruto de la huida de los apóstoles de Jerusalén debido a las persecuciones aunque, también, del fuego evangelizador que tenían los primeros cristianos y que los impulsaba a ir más allá de las fronteras.

Pero, ¿todo esto era suficiente para la supervivencia de la nueva religión de Jesús? O algo más tuvo que haber para que se produjera tanta adhesión al Dios de Jesucristo en un mundo politeísta que podría haberlo asimilado como un dios más de su religión. ¿Qué fue lo que hizo que tantas personas quisieran ser parte de esta “secta” que se extendía por lo bajo y en silencio? ¿Qué habrá sido lo diferente en esta nueva religión que admiraba y acaparaba a tantos seguidores que cambiaron ritos y hábitos de vida para poder pertenecer?

Es indudable que el testimonio de vida y de amor de esas primeras comunidades tuvo un papel muy destacado, lo cual nos sugiere una gran lección para el momento actual, dado que la predicación no es suficiente si no va acompañada por el ejemplo de vida. Por eso, fue tan importante la vida cotidiana de los cristianos y la solidaridad en la que vivían, la “diaconía” social que mostraban hacia los demás, en especial hacia los pobres y enfermos.

Sin duda, el mandamiento del amor vivido hasta dar la vida y la meditación de ese hermoso fragmento del Evangelio de Mateo, en el capítulo 25, donde leemos tan bellamente una y otra vez “cada vez que lo hicieron con el más pequeño conmigo lo hicieron”, dieron su fruto en comunidades que empezaron a cuidarse y a protegerse en el mundo cruel e injusto de la opresión romana. Tampoco hay que pensar que esta manera de vivir era lo común de la época… La ética y la filosofía helenista, que impregnaba la cultura de aquel momento, si bien le proponían al hombre ser plenamente altruistas y exaltaba la política como camino de búsqueda del bien común para beneficio de la sociedad, no contemplaba el aprecio de la entrega sin reservas y del autosacrificio a favor del prójimo como había enseñado Jesús.

En síntesis, podemos decir que uno de los grandes motivos que cautivó a tantos hombres y mujeres fue ese estilo de vida diferente donde cada uno importaba, donde cada uno era especial, en particular los más pequeños y necesitados. Justamente, ese es el hermoso atractivo que tiene el pasaje de Hechos de los Apóstoles donde constatamos que las primeras comunidades pasaban largo tiempo rezando juntos y compartiendo sus bienes (Hch 2, 42-47; 4,32-37). Es la preocupación de la comunidad que le critica a los apóstoles que estaban descuidando a los huérfanos y a las viudas por la predicación (Hch 6, 1-7) luego de lo cual se decide nombrar diáconos (servidores) que se encarguen especialmente de las tareas de caridad.

Por eso, desde siempre la comunidad cristiana tuvo esa especial solicitud fundada en que todos somos hijos amados de nuestro padre Dios, hermanos en Cristo, conciudadanos con los mismos derechos. El primer historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, nos cuenta que la comunidad cristiana de Roma habría socorrido a mediados del siglo III a más de mil quinientas viudas e indigentes; y otro padre de la Iglesia, Juan Crisóstomo, indica que la comunidad antioquena, durante el siglo IV, socorrió a tres mil viudas y mujeres solteras, además de encarcelados, enfermos, discapacitados y mendigos; es decir, que se producía una coherencia admirable entre la enseñanza y el testimonio de vida.

Surge un deseo: ¡Queremos vivir así! La caridad, el amarnos los unos a los otros, es el alma de la Iglesia. Qué hermoso cuando la Iglesia sale de sí misma para cuidar al que lo necesita, cuando cientos de jóvenes ayudan a hombres y mujeres desconocidos por amor de Jesús. La Iglesia siempre lo ha hecho y lo seguirá haciendo. De hecho el cristianismo no solo creó a lo largo de su historia nuevas instituciones de servicio social hacia los más desfavorecidos, sino que ejerció un importante papel de sensibilisación a favor de ellos en los distintos lugares en los que se ha ido implantando.

Dos mil años después, queremos que la caridad siga siendo el centro de nuestra vida, de nuestras comunidades, el alma de la Iglesia. Por eso hoy también gritamos bien fuerte junto a San Pablo: ¡El amor de Jesús nos apremia! ¡Vayamos por el mundo con esta antorcha de la caridad!


[1] En el año 313 el cristianismo es declarado religión lícita por el Edicto de Milán bajo Constantino y en el 380 se convierte en la religión oficial del Imperio con la promulgación del Edicto de Tesalónica por Teodosio.

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