«En el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán«. Estas sencillas pero fuertes palabras las escribió un gran teólogo alemán del siglo pasado llamado Karl Rahner. Una profunda intuición que de a poco va tomando mayor realidad. Porque, ¿es posible pensar en un cristiano que no rece, que no ore, que no pase largos ratos a los pies de Jesús escuchando su Palabra y aprendiendo de Él?
San Pablo le decía a sus comunidades con insistencia: «¡Oren sin cesar!». La oración es el pan de cada día del discípulo de Jesús. Hoy no podemos dejar las redes y seguirlo físicamente como lo hicieron aquellos pescadores para aprender de él. Pero sí, cada día, podemos encontrar un tiempo y un lugar para alimentar nuestra amistad con Jesús. No hay vínculo humano posible sin un rato de intimidad, de diálogo desde el corazón, de compartir momentos de intensidad.
Por eso, hoy te invito a pensar cómo está tu oración. ¿Rezás? ¿Cuánto tiempo rezás? ¿Cómo rezás? ¿Dónde rezás? ¿Leés y meditás la Palabra de Dios? ¿Adorás? ¿Alabás? ¿Agradecés? ¿Comulgás?
La oración es el alma del cristiano porque es allí donde encontramos la fuente del amor. De eso se trata en definitiva: de vivir de amor. Los seguidores de Jesús vivimos en el mundo como todo el mundo, pero vivimos poniendo amor en todo lo que hacemos. Y eso es lo que nos torna extraordinarios, en que hacemos con amor lo ordinario. No es algo que uno vea todos los días y en todas partes, es la tarea más difícil.
El amor es lo que vence la rutina que amenaza con corromper todo lo que hacemos. Todo, absolutamente todo, corre el riesgo de que la rutina lo arruine. El amor le da a cada momento un sentido diferente, un sentido trascendente, hace que nada se repita, hace nuevas todas las cosas. El amor impide que obremos por obligación. «Nadie me quita la vida, yo la doy libremente«, decía Jesús. Cuando elegimos amar todo puede ser diferente.
Es en la oración, en el silencio de nuestra habitación, en la meditación de la Palabra, frente al Santísimo, donde nos descubrimos, una y otra vez, bendecidos por Dios, donde nos sentimos hijos muy amados, amigos perdonados, donde sentimos arder el corazón. Es allí donde nos damos cuenta que todo lo que tenemos es un regalo de Dios y que podríamos no tenerlo. Es en la adoración donde sentimos que nuestro corazón rebalsa de amor, donde se encienden nuestros deseos más profundos de darnos a los demás.
«Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente«. Una frase de Jesús que nos interpela profundamente. «¿Qué tenemos que no hayamos recibido?», se preguntaba continuamente Pablo. «Y si lo recibimos, ¿por qué nos gloriamos como si no lo hubiéramos recibido?». Acá está la clave de nuestro amor: hemos recibido tanto que no podemos sino devolver un poco de tanto don inmerecido. Y eso, solo lo descubrimos en la intimidad con Jesús, cuando cada noche, con humildad, repasamos nuestro día ante la mirada misericordiosa de nuestro Padre Dios.
Cuando el ser humano se entrega por amor y gratuitamente, se convierte en luz, en faro que ilumina a todos los hombres. Cuando lo hace por intereses terrenales o esperando reconocimiento, se encierra en sí mismo y se empobrece. Y así le pasa a la Iglesia. Cuando se entrega por amor de Jesús expande sus fronteras, crece y se embellece. Cuando lo hace mezquinamente se fosiliza en el pasado y en el recelo.
La entrega por amor, como la de Jesús, sólo se amasa en el silencio de nuestra oración. En la oración personal, pero también en la oración comunitaria. En la oración que agradece y alaba, pero también en la oración de intercesión que brota el dolor de la necesidad de nuestros hermanos.
Por eso, se hace cada vez más necesario que volvamos a la oración. Que nuestras comunidades se transformen en comunidades llenas del Espíritu, que no se encierran en la paz y el bienestar interior, si no que son impulsadas a salir con celo misionero a llevar a los demás esta gran alegría, está Buena Noticia del amor de Jesús. No hay oración verdadera si no produce en nosotros frutos de caridad y amor concretos. No hay servicio y misión verdaderos que no nos hagan crecer en el amor de Dios y nos lleven a la oración para guardar todo como un tesoro en el corazón para luego meditarlo y rezar.
«¡Vivir de Amor, oh que locura extraña –me dice el mundo!», decía Santa Teresita en uno de sus poemas más bellos. Alimentemos siempre esta locura, estando a los pies de Jesús.
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