Queremos vivir. Estamos hechos para la vida. No sólo intentamos espontáneamente preservarla, sino también tratamos de alargarla, hacerla más feliz, más hermosa, más intensa, más fuerte; en dos palabras: más viva. “Porque la carga más pesada es existir sin vivir”, decía Víctor Hugo. Y, ¿en qué consiste la vida sin la alegría de vivir?
Dios, nuestro Creador, ha puesto en nosotros una aspiración irresistible a la vida. San Ireneo decía: “La gloria de Dios es el hombre que vive”. «Nuestro Dios no es un dios de muertos sino de vivos». El mensaje del Evangelio es esencialmente un mensaje de vida. El resucitado nos muestra el camino de una vida sin fin, de una vida que vence al poder de la muerte.[1] De hecho es la promesa más grande de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida, todo el que cree en mí no morirá jamás». (Jn 11, 25)
«¿Crees esto?», es la pregunta que sigue en el Evangelio y es la pregunta que implícitamente se nos hace en cada encrucijada de nuestra vida. ¿Creemos que Jesús está vivo? ¿Creemos que el mismo poder que resucitó a Jesús de entre los muertos es el que se nos promete cada vez que la muerte o la desesperanza, la vida sin sentido o los callejones sin salida, llegan a nuestra vida?
Los salmos claman una y otra vez al cielo por esta esperanza: «Desde lo hondo a tu grito Señor, Señor escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica» (Salmo 130). «Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti; me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad» (Salmo 57). ¡Cuántas veces en la vida las palabras de estos salmos son nuestras palabras! Qué bien expresan esos gemidos que tantas veces llevamos dentro cuando no entendemos lo que nos pasa, cuando no logramos ver la voluntad de Dios o que Él esté detrás de lo que nos está pasando…
«Y la esperanza no quedará defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo nos ha sido dado» (Rm 5,5). Todo vive y revive con el amor de Dios. Esa es nuestra certeza más profunda. Si «Dios es el que es» (Ex 3,14) y «Dios es amor» (1 Jn 4,8) quiere decir que en Dios existencia y amor son una misma cosa. Así, cuando Dios nos regala el ser, nos regala la existencia y, al mismo tiempo, nos regala el amor. El amor de Dios es el que nos trajo a la vida y el amor de Dios es el único capaz de devolvernos la vida.
Y así, toda creatura es portadora de un destello del amor de Dios. Cuando contemplamos la creación, misteriosamente podemos vislumbrar la presencia de Dios y su amor infinito, eterno. Si somos capaces de ver en una cascada, en una montaña, en un río, en un bosque, el cielo y las estrellas la presencia de un Dios amante, cuanto más en cada ser humano que nos rodea, en la inocencia de los niños o en la serenidad de los ancianos, en la fuerza de los jóvenes o en la firmeza de los adultos.
El salmista dice hermosamente: «la tierra está llena del amor del Señor» (Salmo 32). ¡Qué bellas son las personas de mirada contemplativa que tienen el poder de percibir a Dios en cada acontecimiento de la vida! ¡Qué consoladoras son esas personas que nos infunden la fe y son capaces de llenarnos de esperanza en los momentos de dificultad!
Hoy invocamos juntos al Espíritu Santo Creador, para que nos regale cada día la vida y vida en abundancia. Para que su amor resucite en nosotros todo aquello que está débil, indefenso, agonizante o muerto. Confiamos en este poder de lo alto que nos dio la vida y que ama la vida. Le entregamos nuestro anhelo de vivir y la vida de lo que amamos para que él nos colme con su amor.
[1] Extracto de “El maestro del deseo. Una lectura del Evangelio de Juan” de Eloí Leclerc.