Hace unos días debatíamos en un grupo de la parroquia acerca de nuestra autoestima. ¿Puede el otro influir en ella? ¿Debería? ¿No es acaso lo que yo pienso y creo de mí mismo? ¿El otro no ayuda a que yo también me conozca y así pueda amarme tal como soy? Preguntas que ayudan a ir sacándole punta al lápiz…

Lo cierto, creo yo, es que necesitamos una autoestima «ni muy muy ni tan tan». Porque si es baja, podemos vivir tristes, con miedo, sin confiar en nosotros mismos. Es cierto que tenemos defectos… Pero también tenemos virtudes (¡y qué necesario es reconocerlas!) [1]. Por otro lado, si nuestra autoestima es alta, podemos caer en el orgullo, y creernos superiores a los demás, pensando que tenemos pocos o, peor aún, ningún defecto. Por eso, la pregunta es… ¿Se puede llegar a tener una sana autoestima? ¿Hay algún método para lograr que sea equilibrada?

Alguna vez escuché decir que «la verdadera autoestima es la de saberse amado por Dios». Y creo que hay mucho de cierto en esto. Las palabras y acciones de los demás influyen en nosotros. A veces para bien, a veces para mal. Cuando nos dicen cosas lindas, por lo general, nos ponemos contentos. Cuando nos dicen cosas no tan lindas, no nos gusta. Sobre todo, cuando proviene de un ser querido. Esto último puede incluso bajonearnos o hacernos caer en una depresión. Pero hay que tener en cuenta que los seres humanos (todos, incluso aquellos que nos aman) somos pecadores, capaces de no reconocer lo bueno, de pensar mal, de herir, de no ser fieles…

El único fiel es Dios. Y creemos en un Dios que nos ama. Y mucho… Por eso, sabernos amados, sentirnos amados, experimentar ese amor, nos sana y nos equilibra interiormente. Más allá de las circunstancias, de lo que nos suceda exteriormente, hay un lugar en nuestro interior al cual nadie puede entrar. Ahí está Dios. Solo Él. Y ahí está su amor… Por eso, cuando nos afecte algo que los demás nos hagan, es bueno refugiarnos ahí donde podemos estar solos con Él. Nadie más. Si nos bajoneamos, carguemos la barrita de la autoestima, del amor propio. Y si creemos que los demás son los que están equivocados, carguemos la barrita de la humildad, sabiendo que somos su obra, que todo lo bueno que tenemos viene de Él y que también nosotros, a veces, hacemos las cosas mal.

Más de una vez habremos leído y escuchado: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Es una regla de vida para quienes queremos vivir el Evangelio. Quizás nunca la profundizamos del todo, pero dice como a ti mismo. Mi amor por los demás tiene que ser como el que yo me tengo. Si no me amo, no voy a poder amar a los demás. Entonces, mejor que me ame… ¿no? A no ser que quiera ir odiando por la vida (#haters), pero no nos haría felices ni tampoco sería muy evangélico que digamos… Y si me estimo mucho, debería estimar mucho también a los demás. Y en este caso, entonces, no podría caer en el orgullo ni en el desprecio hacia los otros… ¡Porque me estimo igual que a los demás!

Hoy para los jóvenes un parámetro para medir el autoestima (no es absoluto pero puede ser un indicador) es pensar qué tan pendiente estoy de las redes sociales: ¿Qué pasa si no me likean mis publicaciones? ¿Qué pasa si tengo menos likes que otros? ¿O menos seguidores? O al revés, ¿me pongo mejor si tengo más likes y seguidores que otros? ¿Qué tan pendiente estoy de todo esto? Y ahondando un poco más… ¿Qué es lo que publico? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué busco?

Querámonos mucho, amémonos mucho… No querernos no es humildad. Querernos demasiado (más que a los demás) es orgullo. Amémonos como somos, con nuestros defectos y nuestras virtudes. Porque así nos ama Dios…


[1] Einstein decía: “Todo el mundo es un genio. Pero si juzgas a un pez por su habilidad de trepar árboles, pasará la vida pensando que es estúpido”.

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