Hoy vivimos en una rutina que nos va dejando pocos huecos para dedicarle tiempo a la oración. A muchos se les suma un problema: “No sé rezar”. Y la oración queda muchas veces relegada en nuestra vida. Cada vez toman más fuerza las preguntas: ¿Para qué rezar? ¿Qué sentido tiene? ¿Es tan importante? ¿Cómo lo hago?
Un amigo quiere pasar tiempo con su amigo. En la oración pasamos tiempo con Aquel que nos ama, con Aquel que es nuestro verdadero Amigo. La Madre Teresa de Calcuta decía que “la oración significa para mí la posibilidad de unirme a Cristo las 24 horas del día para vivir con Él, en Él y para Él”. Por un lado, se trata de vivir bajo la presencia de Dios, hagamos lo que hagamos. Saber que estamos con Él siempre. Entonces, compartimos nuestra vida con nuestro amigo. Caminamos juntos, nos alegramos juntos, sufrimos juntos…
Hay otros momentos en que solo estamos con Él, sin hacer otra cosa. Simplemente tomamos unos mates con Jesús (perdón los que no toman mate, sabrán entender el ejemplo 🙂 ). Y en unos mates pueden haber risas, llantos, silencios, pedidos, agradecimientos, reconocimientos, reproches… Es que con el verdadero amigo hay confianza, no se oculta nada. Y es eso lo que debemos intentar hacer en la oración: dejar nuestro corazón. Santa Teresita decía que la oración “es un impulso del corazón”. Más allá del método, que nuestro corazón sea la raíz de nuestra oración.
El día a día nos consume. No tenemos tiempo para rezar… ¿O si? Juan Pablo II decía: “Quien dice que no reza por falta de tiempo lo que le falta no es tiempo, lo que le falta es amor”. ¡Palazo! Si, tenemos que hacernos cargo. No pongamos más excusas ¿Por qué no (especialmente los que son bien organizados) agregar al calendario semanal uno o varios momentos que digan “Rezar”? No hace falta que dure mucho… pero sí que forme parte de nuestro día a día. A la mañana, a la tarde, a la noche, cuando sea. Pero es necesario. Y es necesario porque solos no podemos, porque estamos hechos para Dios, porque necesitamos de esa paz que ningún otro nos puede dar.
Quizá nos pasa que no sentimos nada al rezar. Que estamos secos. Que estamos solos… ¡Tranqui! Hay momentos y momentos. Jesús nos pide que recemos siempre y sin desanimarnos (cf. Lc 18,1). Quiere que seamos fieles como Él lo es, que perseveremos, que hagamos de nuestra oración un hábito. Que lo tengamos en cuenta en las buenas y en las malas, como un buen amigo. Muchas veces nos hace esperar. Muchas veces no entendemos qué onda y nos da ganas de decirle: “¡Dale cheee! ¡Tirame un centro!”. ¡Tranqui! Quiere que confiemos en Él que sabe mucho más que nosotros, y que, sobre todas las cosas, nos ama mucho más que nosotros mismos…
Mantener la oración en nuestra vida es un desafío. Sin dejar de ser responsables con nuestras ocupaciones, hagámonos el espacio para tomar unos mates con Jesús. E intentemos hacer todo en la presencia de Dios. Porque es cierto que “nada podrá separarnos jamás del amor de Dios” (Rm 8,39). Animémonos y sigamos el consejo de San Ignacio: “Haz las cosas como si todo dependiera de ti y confía en Dios como si todo dependiera de él”. O dicho en criollo: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Mateando con Dios, rezando con la vida…
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