El camino de la Iglesia es el camino de Jesús. Desde sus inicios, la Iglesia trata de recorrer en sus diferentes épocas el camino que transitó su Maestro. Ungido por el Espíritu Santo en el bautismo, Jesús comienza su recorrido que, pasando por Galilea y toda Judea, llega a Jerusalén donde da su vida. Allí se le abre la puerta a la Vida Eterna donde su Padre lo espera en una casa llena de habitaciones. El deseo de Jesús es que estemos donde Él está y por eso desde el Cielo nos envía el Espíritu para que guíe nuestro camino hacia el Padre.
El camino de Jesús empieza estando sólo en el desierto. Pero poco a poco, y a medida que va avanzando, se empieza a sumar gente y más gente a su camino. Libera endemoniados que no pueden expresar sus deseos en la vida, perdona los pecados que paralizan a la gente para recorrer el camino, le da la vista al ciego del borde del camino que no puede ver por dónde ir. Sana al enfermo cuya dolencia lo hace inútil en la vida, mira con misericordia la vida desdichada del publicano que no se siente parte, valora el amor de la pecadora que le unge los pies y el deseo de Zaqueo de conocerlo y de buscarlo. Le devuelve la vida al único hijo de la viuda que con él lo había perdido todo, restaura identidades, da nuevas misiones y a todos los va invitando a seguirlo y a sumarse a su camino.
La imagen que envuelve a Jesús es de una continua expansión de la gente que lo rodea, que lo admira y que lo sigue a medida que va avanzando. Suma a uno y a otro. A nadie que quiera seguirlo lo deja afuera. Y esta imagen parece no tener fin. Una y otra vez logra que aquellos que se va cruzando se reestablezcan y se incorporen a su equipo. La pregunta que surge entonces es ¿cómo lo hace? ¿cómo lo logra? ¿cuál es la clave?


Sin duda, la misericordia que Jesús lleva en el corazón y la capacidad de ver las intenciones del corazón de la gente es lo que lo mueve a la compasión, a restaurar la vida de todos los que lo rodean, a no hacer acepción de personas. ¡Sumar, nunca restar! Esa es la lógica de Jesús en el Evangelio. Porque sabe que la casa de su Padre es una casa de puertas abiertas, donde todos podemos entrar con facilidad y salir luego a dar testimonio de los que hemos visto y oído en la intimidad con Dios. Y es por eso que en la casa del Padre hay muchas habitaciones, porque sabe que su Hijo va a invitar a todo el que se cruce a su casa para que nadie se quede afuera, nadie tenga hambre o duerma afuera esta noche.
Y eso es con lo que sueña la Iglesia, con reproducir la actitud de Jesús. Por eso, la Iglesia misiona, testimonia, quiere crecer y expandirse y crecer en cantidad. Eso es lo que la hace diferente y deseable, que es comunidad, que es amor, misericordia y compasión para el que lo necesite, alegría y entusiasmo.
¡Cuánto necesitamos hoy una Iglesia que viva con pasión el deseo de que cada vez seamos más, de que todos se sumen, de que nadie se pierda, de que nadie que lo desee se sienta afuera, excluido, despreciado o que no tiene un lugar! ¡Cuántos sienten que no aplican o que sus vidas no son deseables a los ojos de Dios! ¡Cuántos no se animan a levantar los ojos al Cielo porque no se sienten dignos! Y sin embargo son justo ellos los primeros destinatarios de la Buena Noticia de la Misericordia de Dios.
Es así que, en la medida que la Iglesia viva más esta actitud de su Señor, es que va a ser un faro y luz para este mundo, tantas veces dividido, que discrimina, separa, clasifica y excluye. Necesitamos más hombres y mujeres que impregnados por este espíritu evangélico se dediquen a tejer los delicados hilos de la comunión, de buscar para cada uno su lugar, que nos ayuden a caminar juntos hacia una meta, a no dejar nadie afuera.
Ser cada vez más, ese es el ideal y el sueño de Jesús, y qué lindo que sea para siempre también el sueño de la Iglesia y el de cada uno de los que formamos parte de ella.
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