A ejemplo de Jesús, cada uno de nosotros está llamado a poner la vida en modo misión. No se trata de un solo día, una semana o un mes. Es la vida. Es decir, un día a día constante que busca imitar los modos que tenía Él para comunicarse con las personas y transmitirles el amor de Dios. Una invitación a ser más humanos y amar sin medida alguna con acciones concretas. Amar de verdad.
Hoy más que nunca, en un mundo donde urge el amor, resuenan con fuerza las palabras del maestro: “Vaya y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”. Envío concreto que nos responsabiliza, a vos y a mí, de que todos los hombres y mujeres sobre la tierra se sepan amados por Dios ¡Qué misión! Es un montón. Sin embargo, Dios nos cree y nos creó capaces.
Puede ser que muchas veces no comprendamos la dimensión de este llamado y la responsabilidad que conlleva. Por eso, animarnos a poner nuestra vida en modo misión es un desafío que requiere estar cerca de Dios mediante la oración constante y confiada. Él es la única fuente de la que se puede derramar todo lo que necesitamos como misioneros para cumplir con la tarea que nos es encomendada.
Sin duda alguna, los frutos de la misión tienen su razón de ser en la oración del misionero y su cercanía con Dios. Lo podemos comprobar al leer la vida de los santos y la fertilidad de sus obras. Somos simples instrumentos de los que Dios dispone para derramar abundantes gracias en los caminos en donde a cada uno le toca peregrinar, nuestro trabajo, nuestros hogares, nuestras familias, nuestros amigos, en fin, cada una de nuestras comunidades.
El ser misioneros del amor de Dios se corresponde con el llamado a la santidad. Cada uno de nosotros, seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios, al cumplir la misión de amor que nos fue encomendada nos santificamos. Descubrir esta certeza nos debe ayudar a vivir cada día de manera más comprometida con la realidad que nos toca. Cuando decimos sí al modo misión Dios nos hace partícipes de la plenitud que se vive al ser capaces de darnos a nosotros mismos sin esperar recibir nada a cambio. Nos invita a vivir (un poco) el cielo en la tierra y no hay recompensa más maravillosa.
¿En qué modo estás viviendo tu vida? Es una pregunta que nos deberíamos hacer todos de vez en cuando para examinar nuestra conciencia y revisar nuestra escala de valores, es decir, cuáles vienen siendo nuestras prioridades en estos días que corren. La indiferencia, el egoísmo, la ansiedad, la intolerancia, nunca fueron los modos de Jesús. De esta verdad, surge la pregunta: ¿Qué haría Jesús en mi lugar? Y en el cómo enfrentamos las adversidades y resolvemos los desafíos en nuestra propia vida estaría la respuesta más honesta. Porque en lo más profundo, el llamado a la misión y a la santidad tienen una sola respuesta: nuestro testimonio de vida.
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