Agua, Luz y Vida en el desierto

Y de repente un día fuimos todos arrojados en el desierto. Así es. De un momento a otro llegó una pandemia que nos confina a todos en nuestros hogares y nos obliga a muchos a cambiar nuestras rutinas para quedarnos en casa. Para el que vive en la ciudad, estar aislado en su casa, sin poder salir, movilizarse, ir de acá para allá, tener autonomía o tomarse unos mates con un amigo, es como vivir en un hábitat desconocido y rudo, casi como un desierto.

Todo esto nos toca en tiempo de cuaresma y, justamente, la cuaresma es tiempo de desierto. Cuaresma representa los cuarenta días en el desierto que pasó Jesús antes de iniciar su misión. También simboliza los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó allí antes de entrar en la tierra prometida. En ambos casos, el desierto representa la prueba y la purificación. Israel fue probado en su confianza en el Señor y tuvo que aprender a abandonarse en la providencia y en que sólo Él los podía guiar por el desierto. Jesús en su desierto aprendió a no utilizar su poder y su dignidad de Hijo de Dios para salvarse a sí mismo, sino a reservarlos para salvarnos a cada uno de nosotros.

«El desierto representa la prueba y la purificación (…) y puede transformarse en tiempo de salvación».

Es por eso que el desierto puede transformarse para nosotros en tiempo de salvación. Los evangelios que se nos ofrecen para estos domingos tienen imágenes muy bellas y conmovedoras a las que sería lindo darles cabida en nuestra vida y en nuestro corazón, contemplándolas en oración silenciosa. Jesús se nos presenta como el «Agua Viva» (Juan 4), como la «Luz del mundo»(Juan 9) y como la «Resurrección» y la «Vida» (Juan 11), a nosotros que tantas veces tenemos sed de algo más grande, que nos movemos en las tinieblas o que estamos rodeados o amenazados por la muerte.

En el primer Evangelio, una mujer está sola, al rayo del sol del mediodía, buscando agua para los quehaceres domésticos. Qué bello como Jesús se le acerca y se hace Él primero el necesitado, el sediento, para ganarse su confianza. Las barreras para que este encuentro se produjera eran muchas: diferente sexo, diferente etnia, diferente culto. Y, sin embargo, Jesús va más allá porque la sed de esta mujer, su necesidad de cariño, afecto o reconocimiento era demasiado dolorosa y torturante. Había mendigado amor durante toda su vida, se habría rebajado a tantas cosas y aún así no lo había encontrado, es más, seguramente se habrían aprovechado de ella o usado más de una vez.

Pero esto sólo lo podemos descubrir en el silencio del desierto si nos animamos a conectar con nuestro corazón y a enfrentar nuestras verdades. El ruido de nuestra vida cotidiana es ideal para enmascarar el dolor que nos causa reconocernos mendigos de amor. Y por eso somos capaces de vivir años así y hasta morir de sed al lado de la fuente. Es el desierto del corazón. En cambio, si conociéramos el don de Dios y la vida que Él nos quiere regalar seguramente gritaríamos fuerte: ¡Señor, dame de beber! Y así,  el amor de Dios refrescaría nuestras vidas hasta convertirlas en un oasis lleno de vida para dar. Es el agua que brota hasta la vida eterna.

«El ruido de nuestra vida cotidiana es ideal para enmascarar el dolor que nos causa reconocernos mendigos de amor».

Hay otros, en cambio, que se sienten ciegos. En realidad, reconocen que nunca vieron algo distinto. Desde que nacieron siempre su horizonte fue muy acotado. Ciegos para no creer, ciegos para elegir, ciegos para no reconocer la verdad, ciegos para no ver más allá, ciegos por ignorancia. Sin embargo, la culpa no es de nadie, o es de todos. Pero hay muchos que no ven o no quieren ver, que se acostumbraron a ser hijos de las tinieblas, a vivir en la noche o en la oscuridad del alma, a la fealdad, a lo grotesco, o bien a vivir una vida en blanco y negro, sin matices ni colores. Es el desierto de la inteligencia. Para todos ellos, la luz brilla en las tinieblas para que todo aquel que la reciba tenga el poder de llegar a ser y sentirse Hijo de Dios y, por lo tanto, heredero de las misericordias de Dios. Así la vida se transforma, se llena de colores, se expanden los horizontes y se comienza a soñar. Y esos sueños son los que son capaces de transportarnos a lugares desconocidos que nos transforman la vida, pero por sobre todo nuestro interior como si se tratara de una habitación que después de mucho tiempo de estar tapiada se abre y se renueva todo en su interior. Es la luz de Jesús.

Y en medio de todo esto… un virus. Un virus que nos amenaza de muerte. Un virus que nos limita. Un virus que despierta nuestros temores más profundos, que saca afuera nuestro instinto de “sálvese quien pueda”, que agita nuestras ansiedades hasta hacerlas insoportables, que  nos confronta con nuestra limitación más dura: somos creaturas y no dioses. Es terrible descubrir que la vida no depende de nosotros y es desesperante no poder hacer mucho para conservarla o preservar a los que tanto amamos. No queremos depender de nadie, sentirnos frágiles y reconocer en el fondo que necesitamos de Dios. Es el desierto del espíritu.

«La promesa más grande de Jesús resuena con fuerzas para devolvernos la esperanza».

Pero es ahí, justamente ahí, donde la promesa más grande de Jesús resuena con fuerzas para devolvernos la esperanza. “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque muera vivirá”. Y como a Marta y María ante la inminente muerte de su hermano Lázaro, hoy nos pregunta a nosotros también: “¿Crees esto?”. De nuestra respuesta depende la vida que vamos a vivir. Qué hermoso es el SÍ que nos devuelve la vida, que nos ayuda a esperar contra toda esperanza, que le devuelve el sentido a todo lo que nos pasa y rodea, que confía hasta el infinito, porque sabe que incluso aunque llegue la muerte, con ella llega un paso hacia una vida mayor y más plena, una vida que no se acaba más. El SÍ que sabe esperar porque todo pasa y porque tiene la certeza de que todo sucede para el bien de los que aman a Dios. Es la vida en abundancia, la vida que nos ofrece Jesús.

Y todo esto, aunque nos parezca mentira, puede estar en el desierto esperándonos. Tal vez, a fin de cuentas, la aventura del desierto sea la mejor aventura que algún día nos hayamos animado a vivir.  

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