Estamos en tiempos difíciles. La pandemia generada por el Covid-19 parece haber acaparado toda la atención. No se habla de otra cosa. Y esto, por supuesto, se refleja en nuestros pensamientos. Una y otra vez nos preguntamos qué pasará, cuándo terminará todo. Y el cerebro trabaja y trabaja. Pero claro, esto no es gratuito. Nuestro corazón termina llenándose de dudas, incertidumbre y angustia.

El Evangelio, por el contrario, se maneja con una lógica totalmente inversa. Nos encontramos ante un Jesús que constantemente nos dice “no teman”. Alégrense y no teman. ¿Pero cómo no temer, si no sabemos qué va a pasar con nuestros seres queridos, no sabemos cuándo volveremos a salir a la calle, cuándo podremos disfrutar de aquellas cosas que antes pasaban desapercibidas ante nuestros ojos?

“Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción”

(Mateo 6, 33-34)

No es fácil. Es cierto. No podremos, jamás, entender estas palabras desde la razón. Podríamos dar vueltas y vueltas en torno a cada punto, cada coma. Pero de nada serviría, pues Jesús, que es Palabra Viva, habla a nuestro corazón. Basta cerrar los ojos, soltar todas nuestras preocupaciones y dejarlo entrar. Él tiene la capacidad de transformar toda oscuridad en luz. Seguramente recordarán haber experimentado este poder en alguna misión, en algún encuentro personal. Lo que sucede es que, detrás de cualquier situación, podemos contemplar su rostro que nos llama incansablemente. Un llamado de amor que nos convoca y nos invita a vivir y sentir de una manera distinta.

«Detrás de cualquier situación, podemos contemplar Su rostro que nos llama incansablemente».

Vivir al modo que Jesús nos propone es vivir en amor. Este amor nos lleva a entrar en comunión con Dios, con nuestros hermanos y, especialmente hoy, con nuestras familias. En el aislamiento que estamos viviendo, nos vemos forzados a habitar entre un par de paredes que parecen coartar nuestra libertad. Si no vivimos solos, estamos obligados a convivir, las veinticuatro horas del día, con otros. Y si este no es el caso, nos encontramos frente a frente con nosotros mismos: no hay forma de escapar de esta realidad.         

Este tiempo trae entonces aparejado un desafío. Una oportunidad para mejorar nuestra comunión con los demás y reencontrarnos con Dios para que nos renueve y nos sane. Ante una situación tan radical, es probable que nos encontremos con nuestras propias debilidades y las de los demás. Quizás soy poco paciente, quizás contesto mal, quizás me encuentro en la necesidad constante de estar con otro, de distraerme. Esto podría incluso producir ciertas irritabilidades en mi entorno. Y es normal que pase. Pero Jesús nos quiere unidos, quiere renovar nuestros lazos y nuestro espíritu con su amor.

«Jesús nos quiere unidos, quiere renovar nuestros lazos y nuestro espíritu con su amor».

Cada uno de nosotros va a encontrar el llamado particular al que Dios lo invita. Él nos mira con misericordia y nos contiene en silencio. No nos desanimemos, ¿acaso Dios no ha hecho ya maravillas en nuestra vida? Y lo seguirá haciendo. Nos ha colmado de regalos y bendiciones, tenemos tantos motivos para agradecer… agradecer por nuestra propia vida y por la de tantos otros, agradecer por haberse hecho presente en nuestro camino.

Cuando empecemos a poner nuestras preocupaciones, nuestras debilidades y fortalezas ante Él, nos colmará una paz y un gozo que excede lo ordinario. El amor nos encontrará en todo momento, nos desafiará una y otra vez.

“Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca. No se angustien por nada y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañados de acción de gracias, para presentar sus peticiones ante Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podamos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”.

(Filipenses 4, 4-7)

Ya lo dijo San Pablo hace miles de años, ¿qué esperamos para ponernos en marcha?

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