Me llama mucho la atención cómo —incluso cuando muchos de nosotros hemos roto con la rutina de vida a la que estábamos acostumbrados— más de una vez nos escuchamos diciendo “no tengo tiempo” o “estoy haciendo lo que puedo”. Sea por la razón que fuera “la falta de tiempo” aparece incesantemente cuando debemos dar explicaciones o expresar cómo nos sentimos. Nos mostramos y nos “contamos” a los demás, muchas veces, superados por el trabajo, la facultad, las innumerables videollamadas, el cansancio de la rutina, el malestar de la incertidumbre, esto o aquello, en fin, cada uno desde su realidad.
Esto me llevó a pensar que puede ser que, en algún punto, los jóvenes nos alejamos un poco del verdadero valor del tiempo. Porque metidos en una dinámica irreflexiva, nos hemos dejado de preguntar y responder en oración: ¿Cuál es el sentido que le damos a nuestro tiempo? ¿Para qué vivimos? ¿Cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida? Para pensar… Muchas veces exageramos las dificultades de nuestro tiempo aferrándonos a un puñado de excusas que repetimos —y nos repetimos— para no adentrarnos a un diálogo más profundo con Dios que, a través de la oración y el discernimiento, nos revela la razón de ser de nuestros días.
Para los cristianos el tiempo es mucho más que una simple sucesión de presentes sin sentido. Para nosotros el tiempo es don, es regalo de Dios y, sin dudas, Dios tiene deseos para cada uno de nosotros en el tiempo que estamos viviendo. En el día a día, en las horas, en los minutos, en los detalles. Todo está impregnado de Dios para quienes creemos en Él.
El tiempo es don, es regalo de Dios y, sin dudas, Dios tiene deseos para cada uno de nosotros en el tiempo que estamos viviendo.
No deberíamos conformarnos con “vivir lo que va saliendo” sin buscar descubrir el sentido, el proyecto, el sueño de Dios en nuestra vida. Muchas veces, hablando con algunos jóvenes, percibo una cierta pereza espiritual, como una “idolatría al tiempo” y una sumisión a lo que acontece, como si no tuviéramos la oportunidad de hacer algo mejor con lo que nos pasa. Hay mucho del “hago lo que puedo”, pero muy poco del “hago lo mejor que puedo con lo que tengo o me está pasando”.
Frente a esto, creo que es importante recordar, volver a pasar por el corazón, el llamado —que tenemos todos los cristianos— a la santidad. Un llamado que no excluye a nadie e incluye a todos. Estamos llamados a santificar el tiempo. Entendiendo que el tiempo es una creación de Dios, “el tiempo le pertenece a Dios y él nos dona la esperanza para vivirlo” [1]. Lo que hacemos o dejamos de hacer con la vida que Dios nos regala no puede (ni debería) convertirse en un “capricho”, sino más bien en una oportunidad para responder de manera concreta, valiente y comprometida a ese llamado a la santidad.
Y aunque suene inalcanzable, la verdad es que la santidad se juega en lo pequeño, en el detalle, en el día a día, en lo casi imperceptible, en lo que no registra los aplausos ni da lugar a la vanagloria. La santidad se juega en el buen trato, en el saber pedir perdón y perdonar, en la humildad de reconocer que hay veces que no podemos con todo, en ser sensibles a las necesidades y las demandas de los que más sufren y actuar en consecuencia. Se juega en las buenas palabras y en las miradas con buena intención. No nos dejemos engañar. No dejemos que nos distraigan del verdadero sentido de nuestra existencia. Quien por amor nos ha creado sólo puede tener deseos de amor para el mundo a través de nosotros. “Cuidado con ilusionarse en ser dueños del tiempo”, nos dice el papa Francisco, y ¡cuánta razón tiene! Si nos creemos dueños del tiempo nos perdemos del verdadero sentido de la vida.
La santidad se juega en lo pequeño, en el detalle, en el día a día, en lo casi imperceptible, en lo que no registra los aplausos ni da lugar a la vanagloria.
Insistir en lo bueno nunca está de más y, por eso, una vez más hay que dejar que hagan eco en nuestro corazón las palabras del apóstol San Pablo “perseveren en la oración, velando siempre en ella con acción de gracias” (Col 4, 2). Es decir, no nos cansemos de reconocer que todo nos es dado, todo es don, todo es gracia, el tiempo también porque la misma vida lo es. Superemos ese reduccionismo de pensarnos o concebirnos solamente desde el estudio, el trabajo o la rutina. Animémonos a reconocernos hijos e hijas de Dios con un llamado superador que supone trascender desde el amor. De esta manera, nuestra mirada de lo que hacemos cambiará y todo lo que hagamos ya no serán fines en sí mismos, sino medios a través de los cuales servir a Dios y amar a todo con lo que entremos en contacto con el fruto de nuestro hacer. Es la fertilidad del tiempo santificado.
¿Cuál es el secreto? Oración y discernimiento. Perseverar. Pedir al Espíritu Santo que nos renueve el entusiasmo todos los días, que nos movilice hacia todo lo que es bueno, que nos impulse con fuerza y determinación para cumplir con la misión personal y comunitaria que Dios nos tiene encomendada a cada uno y, a través de cada uno, a toda la Iglesia. Y seamos sinceros, esto no es cosa de monjas y curas (exclusivamente). Esto se trata de nosotros. Esto se trata de tomarnos el tiempo para ordenar nuestra vida y de emplear nuestra libertad para hacer un buen uso del mismo. “Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento” [2].
Tratemos de tener una relación saludable con nuestro tiempo, de administrarlo bien y ponerlo al servicio de todo lo que es bueno. Empecemos a practicar el dejar de decir “no tengo tiempo” como si fuera el tiempo el que nos controlara. Pidamos al Espíritu la fortaleza necesaria para saber priorizar y dar protagonismo en el «hoy de cada día» a nuestra familia, nuestros amigos, el descanso necesario, el cuidado personal, las relaciones con otros. Un tiempo santificado es un tiempo vivido según la voluntad de Dios. Y nunca nos olvidemos de que Dios se manifiesta en todo y todos los que nos rodean. Un tiempo santificado es un tiempo armonioso, que en su justa medida, disfruta y gusta, también en los días amargos, del don que es la vida.
Un tiempo santificado es un tiempo armonioso, que su justa medida, disfruta y gusta, también en los días amargos, del don que es la vida.
La oración, en este sentido, nos clarifica la mirada y nos purifica el corazón para poder vivir de esta manera. No podemos solos. Y hay que pedir humildad para reconocerlo. Pero, ¿sabés qué? Si hoy nos volvimos a levantar y podemos respirar, es porque estamos vivos. Por lo tanto, a partir de hoy, pidamos a Dios que nos enseñe cómo santificar el tiempo que nos regala cada día.
¡Ánimo!
[1] Palabras del papa Francisco en su homilía en Santa Marta titulada “El dueño del tiempo», martes 26 de noviembre de 2013.
[2] Exhortación Apostólica sobre el llamado a la santidad “Gaudete et exhultate” (167)
Gracias por este artículo, muy bello y profundo con la palabras claves para jóvenes, GRACIAS DE VERDAD.
Hiciste resonar lo que debo trabajar. Bendiciones desde Guatemala 🇬🇹
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Gracias Arturo! Dios te bendiga! Saludos desde Argentina!
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