Muchas veces, la tentación nos lleva a pensar que en nuestra vida estamos solos. Que, a fin de cuentas, soy yo contra el mundo. Nos perdemos en nuestras necesidades, en lo que anhelamos, lo que no queremos, lo que debemos hacer. Nadie puede comprendernos mejor que nosotros mismos.
Y esta trampa viene generalmente acompañada de alguna que otra decepción o insatisfacción. Porque las circunstancias no se dan como yo quiero o espero, porque no todos reaccionan como a mí me gustaría… Entonces, evidentemente, sólo yo puedo ocuparme de mí y de mis asuntos.
Armamos nuestra coraza. Nos volvemos ultra-competentes. Queremos hacernos cargo de todo y así poder controlar nuestro pequeño mundo. Controlar nuestras emociones, nuestro tiempo, nuestras obligaciones.
Yo puedo.
Pero después de aquel momento donde nos sentimos todopoderosos, llega la desesperación. Y es que, en realidad, no podemos resolver todo. Muchas situaciones nos sobrepasan, ya lo hemos experimentado en este tiempo de encierro… Por más de que caminemos por las paredes, que deseemos con mucha fuerza que las cosas se den de otra manera, nos chocamos con la realidad tal como es y no como yo quisiera.
Jesús no espera que podamos con todo, que seamos infalibles.
Nos tropezamos y nos volvemos a levantar. Pero ya agotados de tantos esfuerzos, de vivir acelerados. Vivir el momento presente y santificar el tiempo sin sacarnos las mochilas de encima es –sin dudas– una misión imposible.
Jesús no espera que podamos con todo, que seamos infalibles. Tampoco que cumplamos con todas las expectativas que otros cargan sobre nuestros hombros. Cuando nos ve afligidos, sólo quiere rodearnos con su amor ferviente, no soltarnos y susurrarnos “calma, ten calma”. Ser descanso para nuestra alma, nuestro refugio seguro.
Pese a todo, muchas veces pretendemos volver al combate sin detenernos en esta voz silenciosa que tanto nos busca. Queremos seguir luchando con la vida y sus vueltas. No importa. Dios Padre nos ama tanto que jamás va a voltear su mirada. Siempre estará allí, acompañándonos en cada batalla, esperando que, por fin, volvamos a sus brazos. En nuestro caminar siempre está Él. Aunque no tengamos ni tiempo para percibirlo, aunque estemos tan centrados en nuestro propio ombligo que lo pasemos por alto.
Ya es momento de dejar el ring, mi hermano. Ya es momento de volver a casa.
Pero ya es momento de dejar el ring, mi hermano. Ya es momento de volver a casa. Entregá, despacio, todas tus preocupaciones, todas tus inquietudes y tus obligaciones. Descargá la mochila, que está muy pesada. Acá está Él. Esperándote una vez más, esperándote para que puedas, por fin, disfrutar del camino. Estuviste tanto tiempo concentrado en la piedra, tanto tiempo corriendo, que olvidaste mirar para los costados.
Si te detienes, lo podrás ver y podrás contemplar, por fin, el paisaje. Todo lo que tiene preparado para vos, todo el amor que falta por descubrir. Toda la verdad que aún espera ser revelada.
Qué bien se siente volver a ser pequeños, volver a recobrar nuestra inocencia, nuestra sencillez. Esto no implica dejar todo a la mitad y retrotraernos del mundo, sino, tan sólo, volver a encontrarnos con esos ojos que nos miran, que nos acompañan. Sentir su presencia, que nos habita y nos serena, que aliviana la carga y nos abraza.
Animate a decirle a Jesús: “Quiero caminar de a dos”.