Cuando era chiquito, una de mis tías, casada pero sin hijos, solía tener una expresión cariñosa para conmigo y me llamaba “Rey de mi corazón”. Si bien no fui criado en un país donde existieran los reyes y las reinas, podía entender bien que con aquella expresión mi tía quería decir que yo era todo para ella, que me amaba profundamente y que se sentía atada a mi felicidad al punto de hacer todo lo que yo deseara. Evidentemente este gran título dado por mi tía más que un poder de autoridad, me confería el poder del amor. Realmente un hermoso recuerdo.

No sé si esto habrá influido o no pero la realidad es que, hoy en día, mis series y películas preferidas son las épicas o ambientadas en la Edad Media con trifulcas entre reyes y reinas, guerras y epopeyas de las más variadas. Observando las mega-ambientaciones de las súper producciones que podemos ver hoy, uno puede palpar un poquito de ese misterioso mundo que, por lo menos para mí, es en la actualidad muy lejano. No sólo la autoridad y el poder económico hacen del rey alguien diferente, sino también los vestidos, las coronas y los adornos, los castillos, las cortes, los banquetes, los tratos y la infinita cantidad de reverencias de todos los que lo rodean. Todo esto convierte al rey o la reina en alguien diferente, especial, distinto, que, sin duda, sobresale del resto y suscita admiración y adoración.

El poder de Jesús es, sin duda, el del amor, el de su infinita misericordia

Finalizando y coronando el “año litúrgico” tenemos esta gran fiesta de Cristo Rey. Un título que podríamos calificar, por lo menos de “raro” para Jesús. Si bien el mismo acepta que lo llamen rey cuando Pilato le pregunta si él era el rey de los judíos y responde diciendo tú lo dices, yo soy rey  (Lc 23, 3 | Mc 15, 2 | Jn 18, 33), o al morir con un letrero en su cruz con la misma inscripción (INRI), nunca lo vemos envuelto en el esplendor que suele caracterizar a los reyes en nuestro imaginario. Al contrario, a Jesús le gusta identificarse con el pastor de ovejas (una labor de gente humilde), con un servidor sufriente, con el pequeño y el pobre que no tiene para comer, para beber o para vestirse, con el que está preso o el enfermo (cf. Mt 25). Jesús también es homenajeado como rey por los magos de oriente en su nacimiento, sin embargo, no nace en cuna de oro, sino en un humilde pesebre lejos de su familia y los primeros en enterarse y visitarlo son los pastores de la zona.

Jesús reconoce que es rey, pero se apresura a decir que su reinado no es de este mundo, que no es de aquí. Su poder no está acá en la tierra, sino en el Cielo. Su poder es, sin duda, el del amor, el de su infinita misericordia. Su poder no da miedo como el de los poderosos del mundo que amenazan y oprimen, al contrario, Jesús usa su autoridad para el servicio, para sanar, para perdonar, para convocar, para reunir.

Para ser rey hay que acumular riquezas, posesiones, relaciones y aliados, pero para seguir a Jesús hay que dejarlo todo. Los palacios de Jesús son las casas de los pecadores; los ropajes de Jesús, la humildad y la mansedumbre. Los grandes banquetes no son con otros poderosos, sino con los pecadores y los marginados. Su ejército no fue un escuadrón bien entrenado, sino un puñado de pescadores y trabajadores de la zona. Su final, más que digno de un gran relato, fue el horror de la injusticia, el abandono y la cruz. Y aun así, Jesús es rey.

Jesús usa su autoridad para el servicio, para sanar, para perdonar, para convocar, para reunir.

Sin duda es una gran paradoja, la cual está muy bien sintetizada en la carta de San Pablo a los Filipenses: «Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz». (Flp. 2, 6-8) Aun así Jesús venció, no por su gran fuerza y poder, sino por la gracia de Dios: «Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»» (Flp 2, 9-11)

Ningún cristiano va a negar este título real de Jesús. De hecho lo reafirma con cada reverencia o genuflexión que hace frente al sagrario, lo hace cuando se arrodilla en la consagración o postrándose en el suelo en un momento de profunda oración, lo hace con sus grandes templos, vasos sagrados, ornamentos, velas y flores. Lo hace cada vez que canta Hosana o aclama Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor. Y también en cada una de las oraciones, cuando necesita ofrecerle su vida para mayor gloria de Dios, para su servicio, para que se extienda su reino sobre la faz de la tierra.

Se reconoce a Jesús como rey cuando uno se arremanga y ayuda gratuitamente al que más lo necesita

Pero también se reconoce a Jesús como rey cuando uno se arremanga y ayuda gratuitamente al que más lo necesita, cuando visita enfermos, o presos, cuando junta donaciones y las reparte entre los más olvidados, cuando se lucha por la paz y la justicia en todas sus dimensiones. Porque luchar por el pobre es luchar por el Rey, el Rey que fue arrebatado de su dignidad y que hoy sufre el destierro.

Así es Jesús, al que hoy llamamos nuestro rey: fuerte y débil, rico y pobre, grande y pequeño, humilde y poderoso, manso pero rebelde… Y así nos enseña a vivir: buscando el último lugar, estando siempre al servicio, no confiando en nuestras propias fuerzas, acumulando tesoros en el Cielo.  Este es el «rey» al que seguimos, al que amamos, el que no nos quita nada, sino que nos da todo. Un rey que, evidentemente, no es de este mundo. Un rey que, como diría mi tía, es el Rey de nuestro corazón.

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