La familia como pesebre

Varias veces escuchamos decir en misa o en alguna homilía de domingo, sobre todo cuando se acerca la fiesta de Navidad, que Jesús eligió gestarse en el seno de una familia para venir al mundo. Era Dios y eligió la familia. Pudiendo no depender de nadie, pudiendo ser Él solo, eligió la familia.

Además, de todos los seres que existieron y existirán eligió a José y a María como sus integrantes. Y las elecciones de Jesús no son erráticas, tienen un sentido y una finalidad, poseen una profundidad que sólo un corazón pequeño que busca encontrarse con la Verdad y conocer el Amor podría reconocer.

Jesús nos mostró, de una vez y para siempre, el significado de una verdadera familia. Para que la percibamos, para que la vivamos en el corazón, la deseemos profundamente y la imitemos, con nuestros defectos y nuestras virtudes, nuestras hazañas y limitaciones, limitaciones que sólo podemos sortear con su gracia.

Las elecciones de Jesús no son erráticas, tienen un sentido y una finalidad

Aquella maravillosa familia dio vida en un pequeño pesebre. ¡Con cuánta pena pensamos en Jesús en el seno de María cuando buscaban, junto con José, un lugar donde dar a luz! Todos les cerraban las puertas, nadie quería dejarlos pasar.

¿Nosotros también le hemos cerrado las puertas de nuestra familia, de nuestra vida interior? Si mi corazón no está abierto para recibir a Jesús, no podré invitarlo a pasar. Recordemos que nos dice: “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo”. Jesús quiere habitarnos con ternura. Y no espera que tengamos preparado el boletín de las buenas calificaciones para recibirlo.

Un pesebre -pienso- es un lugar donde come el ganado. Probablemente, un lugar sucio, quizás hasta oscuro, frío. Lo que sucede es que Él no necesita grandes lujos para convertir un lugar en morada. Lo mismo sucede en nuestros corazones, en nuestras familias. Jesús no busca familias de porcelana, hogares sintéticos, sonrisas vacías. Jesús busca corazones mansos, familias con corazones humildes, seres pequeños, necesitados y silenciosos, para habitarlos y realizar grandes obras de amor.

Yo soy protagonista de mi historia. Soy protagonista de la familia que tengo y que tendré. De la familia que hoy, necesariamente, estoy construyendo desde el lugar que me toca, como madre, como hijo, como hermana. Pero nuestra historia está plagada de heridas, de desaciertos, que no nos dejan apreciar este amor misericordioso del Padre, que quiere irrumpir en nuestros vínculos para volverlos a Él. 

Muchas veces, observando a nuestros propios padres, podemos ver cuántas heridas nos provocó alguna que otra falta de amor en su forma de dirigirse hacia nosotros, o bien, entre ellos. Posiblemente recordemos, con tristeza, algún episodio que nos causó una sensación de desasosiego. Una pelea, una palabra hiriente, un rechazo, un abandono o una distancia.

Y eso, como hijos que somos, quizás hasta sin saberlo, lo incorporamos, lo aprendimos o lo naturalizamos. Allí mis padres no dejaron entrar a Jesús, tal como sucedió en Belén. Cerraron la puerta. ¿Cuántas veces lo hice también yo?

El hombre es libre. Libre para elegir o no al Amor, a la verdad. Libre para elegir herirse mutuamente, para elegir el egoísmo y el orgullo. Así lo hemos hecho una y tantas veces nosotros y nuestros antecesores, desde que el ser humano existe. Pudiendo elegir siempre a Dios, lo rechazamos por culpa de la propia tentación, por culpa de nuestro propio yo egoísta, que se ve motivado por una sociedad que busca, continuamente, hacernos creer que el amor verdadero no existe.

El Amor verdadero no es una ficción

Pero el Amor verdadero no es una ficción. Existe y puede, si le abrimos la puerta, habitar en nuestro corazón. Tampoco el Amor verdadero consiste en algo forzado o poco realista. La santidad, precisamente, no consiste en ser perfectos, sino en buscar a Dios en nuestra debilidad. Nuestro deseo de hacerle espacio en nuestras familias, en nuestros corazones, no debe ser simplemente un ideal alejado de nuestra cotidianidad.

El pesebre de Belén era, seguramente, pequeño, sucio, oscuro. Jesús no necesita mujeres y hombres virtuosos para que se conviertan al Amor. Busca seres pequeños, limitados y, sobre todo, necesitados. Si nos creemos superpoderosos, si creemos que hemos logrado todo, que no tenemos faltas, corremos el riesgo de caer en la soberbia que tanto nos aleja. No pediremos perdón, no reconoceremos nuestras faltas, no buscaremos la profundidad, no crecerán nuestros vínculos.

Si no abrimos la puerta a Jesús al reconocer nuestras carencias, si no vamos a lo profundo, si no nos desafiamos, si no nos animamos a ponernos a prueba, si no soy capaz de hacerme pequeño, no estaré construyendo familia. Todos estamos invitados a cenar con Él. Todos. Absolutamente todos. El primer paso para abrirle la puerta será, entonces, conocer nuestra pequeñez. Cometemos errores y tenemos heridas.

Cada uno sabe, si con humildad se anima a pensarlo, en qué consisten nuestras propias faltas de amor al relacionarnos con los demás. Sabemos que están, las podemos contemplar. Entreguemos cada una de ellas a Jesús, necesitamos que Él nos abrace, que Él recoja cada falta de amor y convierta todo lo que somos en pesebre viviente para poder formar una verdadera familia iluminada por el amor…

Jesús nos anima en nuestra pequeñez, nos presenta nuevas pruebas para transformarnos, quiere conmovernos hasta en lo más ínfimo.

¡Con qué gozo espero cada prueba que se me presente! Porque aunque vuelva a encontrarme con mis limitaciones, podré volver a entregárselas a Él, al Amor. Me sentaré en Su regazo nuevamente sintiéndome pequeña. Y si descubro que se me ha dado la gracia de adquirir una virtud, agradeceré en silencio. Pero de una u otra forma, haré lugar nuevamente para que Él pueda encontrar su lugar, su pesebre.

Si le hacemos espacio, les aseguro que podremos sentir la paz de su presencia, esa paz que atraviesa todas nuestras miserias, nuestras debilidades, para transformarnos mediante la gracia, mediante esa salida del yo que nos anima a entregarnos al otro. De Su mano, podremos ser un pesebre de amor.

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