Necesito de tu Amor

Si hay algo lindo que caracteriza a los cristianos es la alegría que tienen al experimentar la salvación de Dios. Qué bien nos hacen aquellos que testimonian con sus vidas que el Señor hizo grande cosas por ellos y que por eso son felices y viven en paz. Y es así porque la salvación de Dios es un hecho, una realidad que se nos ofrece día tras día.

Pero para que esa salvación se realice en la vida de cada uno, tienen que suceder tres cosas: la primera es reconocer que tengo un problema y que, por lo tanto, necesito ayuda; la segunda es reconocerlo a Jesús como Salvador, como aquel quien es capaz de solucionar mis conflictos o sanarme; y la tercera es pedirle la ayuda a Dios, porque no basta con reconocer a Jesús como salvador, sino que hay que invocarlo para unir nuestra necesidad con su poder.

Estas tres condiciones se dan bellamente en la exclamación tan fuerte de aquel ciego del evangelio que se encontraba al borde del camino y que al saber que Jesús pasaba caminando comienza a gritar con fuerza: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» (Mc 10, 47). Siempre caló muy profundo en mi corazón este grito del ciego. Es verdad que esta exclamación «tené piedad», «tené misericordia» es una invocación muy fuerte, una súplica por compasión o clemencia que se usa en momentos límites, de desesperación, cuando se siente que no se encuentra otra salida. Este tipo de súplicas se hacen cuando hay una gran necesidad, una urgencia, o cuando uno se equivocó gravemente y pide que el castigo merecido no sea tan severo. Sin duda que resuena detrás una angustia profunda, gran desesperación, casi como si se estuviera en un callejón sin salida o no se viera luz al final del camino.

Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí.

Lc 40, 47

Este grito del ciego es el que conmueve a Jesús y el que hace que no siga de largo. Hay alguien que le está pidiendo ayuda y, como ya lo enseñó en otros evangelios, hay que detenerse. Pedir ayuda… suena lindo, pero ¡qué difícil es en realidad! Hay que tener mucha humildad para pedir ayuda y no siempre tenemos la suficiente. Son más las veces en que tratamos de arreglárnosla solos que en las que acudimos a alguien. Las excusas son innumerables: desde la soberbia más desnuda de pensar que podemos solos, hasta la más oculta que se esconde bajo el no querer molestar a otros. ¡Cuántas personas conocemos que se niegan a reconocer que tienen problemas, que necesitan de otros para salir adelante! ¿No seremos nosotros también alguno de esos? El ciego reconoce que está ciego y por eso le pide a Jesús que lo sane. Te invito a pensar en qué necesitás pedir ayuda hoy…

Pedir ayuda… suena lindo, pero ¡qué difícil es en realidad!

La liturgia de la Iglesia es muy sabia cuando nos propone al comienzo de la Misa reconocer que necesitamos de Dios, de su misericordia, de su perdón y nos hace exclamar por tres veces: Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad. En la liturgia de las horas se suele comenzar también con una invocación que dice: Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme. Tanto en un caso como en el otro comenzamos reconociendo nuestra pequeñez y la necesidad que tenemos de Dios. Y si así no fuera… entonces, ¿para qué rezar?

Estoy convencido de que la verdadera vida espiritual comienza con esta hermosa exclamación: ¡Señor, ten piedad! Porque es justamente el momento en que nos colocamos en nuestro lugar de creaturas y reconocemos a Dios como nuestro señor y salvador. Es en esta verdadera humildad que le abrimos la puerta a Dios para que entre en nuestra vida y haga de nosotros su voluntad, tome las riendas de nuestra vida y nos lleve por su camino de vida plena.

La verdadera vida espiritual comienza con esta exclamación: ¡Señor, ten piedad!

¡Pero ciertamente qué difícil que es! Recuerdo que durante años cuando me hablaban de la vasija agrietada y del alfarero que reconstruía nuestra vida, me preguntaba qué tenía que ver con mi vida. Me negaba a reconocer que estaba agrietada, que hacía agua por varios lados, no podía soportar la idea de estar equivocado, de reconocer que me dolían las actitudes de personas que me rodeaban o simplemente que no era perfecto. Estaba ciego. Pero bendito sea Dios que termina de talar y derribar nuestro orgullo para dejarle paso a su misericordia y su amor providente.

El conocido «Peregrino Ruso» hizo de esta frase una oración continua para su vida. Él caminaba pobre y humilde por el mundo repitiendo sin cesar «Señor, ten piedad de mí que soy un pecador» y así encontró a Dios que llenó su vida y su existencia. Hay muchas y muy lindas melodías para esta exclamación del corazón tan profunda. Te invito a elegir una de ellas en este día para cantarla sin cesar y así se abra la puerta de tu corazón a la misericordia de Dios.

¡Que Dios te bendiga!

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