Buenas compañías

Siempre que hacemos la señal de la cruz y decimos «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo«, estamos confesando un gran misterio del cual ni nos cuestionamos cada vez que lo hacemos. Lo aceptamos. Es el misterio de la Santísima Trinidad. Gracias a Dios, muchas personas más inteligentes que nosotros se han preguntado cómo puede ser esto de un Dios y tres personas que no terminan siendo tres dioses y han llegado a una respuesta aceptable que nos permite, más que creer en varias deidades diferentes, pensar en la inagotable riqueza del amor del Dios en el que creemos.

Igualmente, somos capaces de comprenderlo y voy a tratar de explicártelo. Somos herederos de una filosofía que dice que la persona es una sustancia individual con naturaleza racional, es decir, que piensa, ama, desea. Esto está muy atado a nuestra corporeidad. Por eso, cada individuo humano es una persona con sus derechos y deberes también. Cada uno se siente único e irrepetible, con una esencia única. Pero esto no se lo podemos aplicar a Dios porque no tiene cuerpo. Dios tiene una esencia, un ser y ese ser es AMOR. Por eso dice San Juan que Dios es Amor.

Entonces… ¿qué es lo que diferencia a las personas en Dios? Es la relación que hay entre ellas. Ser padre o ser hijo para nosotros los humanos es un vínculo: soy padre de, hijo de, pero eso no me da mi individualidad, no me hace persona individual. En Dios, sí. La relación es lo que lo hace persona. El Padre es el que ama al Hijo. El Hijo es el que es amado por el Padre. El Espíritu Santo es el amor que ambos se tienen, el amor recíproco. Los tres por esencia son uno solo, son Dios, son Amor. Pero cada uno es en la medida que da, recibe o comparte el amor. ¡Ánimo que no es tan difícil!

Dios es personas que se aman

Quería tratar de explicártelo porque esto trae varias consecuencias para nuestra vida espiritual. Lo primero es que es hermoso saber que Dios es personas que se aman. Por eso cuando hay dos o tres reunidos en nombre de Dios y se aman, Dios se hace presente. Y por eso, en la Iglesia habita Dios, porque buscamos ser una comunidad creyente de personas que se aman. De hecho, en el amor que nos tengamos reconocerán que somos los discípulos de Jesús.

Otra consecuencia hermosa es que nos hace pensar en nuestras relaciones. Si el Padre dejara de amar al Hijo, Dios dejaría de existir, se acabaría la fuente del amor, el ser de Dios. Si el Hijo dejara de recibir el amor del Padre, dejaría también de existir, porque el amor no encontraría su cauce. Y, en ambos casos, el amor de Dios compartido, que es el Espíritu de Dios, también dejaría de ser. En Dios no puede dejar de haber relación o comunicación del amor porque si no, deja de existir. Pensemos entonces en nuestras relaciones. ¿Cómo son? ¿Cómo nos afectan?

Sin duda que no dejaremos de existir por falta de relaciones, pero cuánta vida nos regalan los vínculos sanos basados en el amor. Cómo es capaz de restaurar o de herir un vínculo dependiendo de si es sano o enfermo. Pensemos en nuestra vida de qué manera personas que nos deberían haber amado y no lo hicieron nos lastimaron tanto; pero, también, cómo tantas otras con su ternura, su cariño, su paciencia y su dedicación nos ayudaron a ser mejor persona.

Nuestra historia de vínculos de amor y desamor van tejiendo nuestro ser y nos dan identidad.

Es por eso que no da lo mismo haber tenido un buen padre que no tenerlo; ser un buen hijo, que no serlo; tener o ser un amigo fiel, que no tenerlo o serlo; tener un noviazgo orientado al amor y al bien del otro, que llevar uno centrado en el propio interés o la auto consolación. Nuestras relaciones son más importantes de lo que creemos. Casi podríamos decir que nos hacen ser la persona que somos. Nuestra historia de vínculos de amor y desamor van tejiendo nuestro ser y nos dan identidad. Qué importante, entonces, tener vínculos, relaciones sanas que ayuden a ser uno mismo y a dejar ser, a sacar lo mejor del otro y que el otro busque nuestra mejor versión.

Las buenas compañías nos habitan y la soledad nos va resecando por dentro.

Por eso hay que apostar a vínculos y relaciones sanas basadas en el amor. Un amor que pueda crecer y crecer, que no se encierre en sí mismo, sino que busque además incorporar a otros o dar nueva vida. Pensemos en un matrimonio cuyo amor puede ser tan grande que hace brotar una nueva persona en cada hijo. Así es el amor de Dios, que es tan fuerte que se convierte en la persona del Espíritu Santo. Sin duda que el amor da vida y el odio mata. Las buenas compañías nos habitan y la soledad nos va resecando por dentro. Fuimos creados a imagen y semejanza de este buen Dios. Y así, cuando nos rodeamos de otros y nos amamos con caridad, somos fecundos y nos divinizamos. Cuando nos alejamos de la fuente del amor y elegimos la soledad por las cosas de la vida, nos apagamos y nos deshumanizamos.

Jesús, además, nos dijo: El que me ame será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. (Jn 14,23). En increíble pensar en que esa dinámica del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no está en el Cielo solamente, sino que habita nuestro propio ser desde el bautismo. Y que cada uno a través de la oración puede conectar con esa dinámica de amor que mora en nosotros. ¡No hay excusas! ¡Nuestra fe no nos quita nada, sino que nos lo da todo! Dios mismo está en cada uno de nosotros deseando que nuestras vidas reflejen un poco de tanto amor que se nos es dado.

Te invito a que terminemos esta reflexión con la señal de la cruz, pero que esta vez no sea una vez más, sino con una sonrisa en el rostro que brota de saber que un misterio tan grande de amor nos habita:

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. 

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