Mi nombre es Guido y soy sacerdote de la Arquidiócesis de Buenos Aires hace diez años. Hoy les quiero compartir mi vocación. Hacerlo es algo hermoso y casi sagrado porque es compartir la propia vida y compartir a Dios en mí. Y esto quiero hacerlo desde las cuatro palabras de la consagración de la Misa, que es el centro de cada día de mi vida: Elegidos, Bendecidos, Partidos y Entregados. Estas palabras, gestos y acciones siento que representan mi vida y la vocación que Dios me regala.
Elegidos
Yo pertenezco a una familia muy pequeña donde nunca se vivió con fervor la religión, pero sí la libertad y los valores cristianos. Mi vida transcurrió como la de cualquier joven. Terminé la escuela y comencé a estudiar Agronomía. En el medio, comencé a participar en la parroquia del Pilar, donde me confirmé y continué luego en los grupos de jóvenes misionando, visitando enfermos y rezando frente al Santísimo.
Algunos hechos me cambiaron mucho la vida. Por un lado, a los dieciséis años participé de una misión que la escuela tenía apadrinando otra escuelita de frontera en San Juan. Por otra parte, padecí la enfermedad y muerte de mi madrina a quien tanto quería. Conocer otra realidad tan distinta de la ciudad y la vivencia de un momento tan duro para mí me dejaron algunos interrogantes que todavía hoy sigo tratando de responder con mi propia vida: ¿Por qué mi vida? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué tantas diferencias entre seres humanos? ¿Para qué mi vida?
Y fue así que, en medio de todas estas preguntas que me animé a conversar con Dios, surgió mi vocación. Estaba descubriendo que vivir para y por los demás me llenaba la vida, la existencia y sobre todo el corazón. Por eso me animé a seguir adelante, a charlarlo con un sacerdote y, finalmente, a dejar los proyectos que tenía para entrar al seminario.
Bendecidos
El camino de la formación sacerdotal me ayudó a descubrir que este llamado venía realmente de Él. Poco a poco, Dios se encargó de confirmar mi intuición. Me hizo darme cuenta de que era Él el que verdaderamente me había elegido como a David, sacándome del fondo del rebaño, para ser sacerdote algún día. Entonces fue que esta elección se transformó en una bendición para mi vida. Recorrer el camino del seminario es recorrer el camino de Jesús, es aprender a ser su discípulo, es aprender a amar cada día más, primero a Él y luego a los demás.
En estos años de sacerdocio, Dios me bendijo al ciento por uno como Jesús lo prometió a todo aquel que «dejara casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras» (Mt 19,29). No solo me hizo conocer cientos de personas increíbles de diferentes comunidades y lugares a quienes amé y quienes me aman, cuidan y miman; Dios también se encargó de hacer crecer mi capacidad de AMAR. Amarlo a Él reconociendo su presencia en mi vida y adquiriendo su sabiduría, y amar a mis hermanos aprendiendo a recibir a todos, especialmente a los más necesitados, a los más golpeados por la vida, a los que están lejos o se sienten afuera, a los niños, jóvenes y mayores.






Partidos
Recorrer el camino de la consagración es reconocerse Hijo muy querido de Dios, pero también es reconocer que estamos “partidos” por nuestras fragilidades, por nuestras carencias de amor, por nuestro orgullo o por nuestro egoísmo o egocentrismo. En todo este tiempo no han faltado las cruces del más diverso tipo y peso también. La vida tiene sus momentos difíciles. Pero junto con ellos también siempre creció la certeza de que «todo sucede para el bien de los que aman a Dios» (Rm, 8,28).
Y es ahí cuando sentimos que Dios nos vuelve a elegir con mayor fuerza y nuevamente nos hace Hijos suyos, nos bendice, nos perdona y nos da a los demás para que todos conozcan su gran amor. El mal, las cruces, las pérdidas, las frustraciones y desilusiones me ayudaron a purificar mi amor para que aprenda a vivir solo para Él y para mis hermanos y no tanto para mí mismo. Aprendí a ser más humano y a ser más despreocupado y confiar más en Dios. A ser, en definitiva, un sanador herido.
Entregados
Y así finalmente descubrí que, ser sacerdote es ser para los demás, es ser para la comunión, para amar a mis hermanos mostrándoles el amor que Dios les tiene, mostrándoles que ellos también son elegidos y bendecidos por Él para ser sus Hijos. Quiero ser testigo e instrumento de su perdón, de su sanación, de su misericordia, de su presencia, de su protección, de su paz y de su alegría.
Y en esto se va la vida, en lo que Dios pone cada día en mi camino, en las personas en que se presenta Jesús pidiendo ayuda, en los tiempos de oración entregados a Dios y por los que necesitan y piden oración.
Jesús ha venido a nosotros para darnos vida, para encendernos en el fuego de su amor. Por eso, la misma Vida Plena y Abundante que me regaló Jesús dando su vida por mí en la cruz es la que quiero transmitir dándome a los demás porque “conocer a Jesús es lo mejor que me pasó en la vida”.







