Según Andrés Calamaro, no. Así titula una de sus canciones: “No se puede vivir del amor”. Su argumento es que “no se puede comer el amor”, “las deudas no se pueden pagar con amor”, etcétera… Tiene razón, en cierto sentido. Tiene lógica. Son necesidades humanas básicas que hay que atender. Pero la canción va un poco más allá todavía… se llega a preguntar: ”¿Por qué cantamos canciones de amor? Si suenan mal y nunca tienen razón…”. Hay como un dejo de dolor. Hasta de rencor, tal vez. Y, precisamente, creo que ese es el punto. Nos cuesta amar porque fuimos heridos por el mismo hecho de haber querido amar. Intenté amar y no obtuve lo deseado. ¿Para qué voy a seguir intentándolo? ¿Para qué amar?
Creo que, antes, hay que ponernos de acuerdo y responder a una pregunta que Calamaro también hace en la canción: “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?”. Si hay un término más que manoseado a lo largo de la historia y, sobretodo, en este último tiempo es el de amor. Llegamos a utilizar el término “poliamor” que, a priori, parece hasta algo lindo, evangélico, amor para todos, ¿no? Pero termina siendo todo lo contrario…
¡Nos cuesta amar porque fuimos heridos por el mismo hecho de haber querido amar!
La idea no es entrar en definiciones ni mucho menos, pero sí en cosas concretas e importantes. Por ejemplo, cuando amamos de verdad, no esperamos nada a cambio, ¿cierto? Al amar no estamos haciendo algo para recibir. Cuando amamos, estamos dispuestos a darnos del todo y de lleno al otro, no escatimamos fuerzas, no somos egoístas. Cuando amamos, estamos dispuestos a abrirnos, a aceptar la diferencia, a ser pacientes. Cuando amamos, estamos dispuestos a aceptar lo diverso, la debilidad, incluso el pecado del otro y, por tanto, a perdonar…
Ojo, aceptar no es estar de acuerdo. Es saber qué puede suceder y qué sucede de hecho. Ningún ser mortal es perfecto.
El mandamiento del amor implica, por un lado, el amor a Dios. Ese es otro tipo de amor. Porque a Dios, por ejemplo, no lo podemos perdonar porque es perfecto, no se equivoca. Acá nos centramos en la segunda parte del mandamiento: “al prójimo como a uno mismo”. Amar a los demás y amarnos a nosotros mismos. Por igual.
El año pasado escribí una nota sobre Límites que sanan. Sugiero la lectura para no caer en falsas concepciones del amor. Amar supone límites. Amar no implica ser amigos. Soy totalmente libre para elegir qué tipo de vínculo quiero establecer con cada persona. Eso no implica que no esté amando.
Jesús amó a todos. Tuvo sus amigos y sus enemigos. Muchas veces fue duro, muchas veces calló, siempre perdonó.
Podemos preguntarnos, ¿qué ganó Jesús amando? ¿Pensaste eso alguna vez? No ganó nada, en el fondo. Y no solo porque era Dios (y Dios no puede “ganar” nada), sino porque, precisamente, es la esencia de su ser. Dios es amor. No puede hacer otra cosa, sino amar. Y nosotros fuimos creados a imagen y semejanza suya, o sea, hay algo en nuestro interior que nos pide a gritos que amemos.
Si ahora nos preguntamos qué ganamos nosotros con amar, la respuesta sería nada o todo, según la perspectiva. Nada porque el amor es gratuito. Todo porque correspondo a la esencia de mi ser, a ese grito que está dentro mío. Y, entonces, soy pleno, estoy lleno. Vivo en paz, con serenidad, con alegría interior.
Hay algo en nuestro interior que nos pide a gritos que amemos.
El problema surge cuando al amar resultamos heridos. Ahí se complica. Puede ganarnos el deseo de encerrarnos en nosotros mismos, el querer tirar la toalla porque, a fin de cuentas, terminamos golpeados. Podemos terminar diciendo, entonces, que “no se puede vivir del amor”, que no vale la pena, etcétera… pero eso no hace otra cosa que terminar hiriendo aún más nuestro propio amor porque, de esa manera, no respondemos a nuestra vocación más profunda: la de amar y dejarse amar.
¿Se puede, entonces, vivir del amor? No solo creo que sí, sino que estamos llamados a eso, a pesar de todo. Amar a Dios, amar a los demás, amarnos a nosotros. Dejarnos amar por Dios, por los demás y por nosotros. Esta triple dimensión del amor es lo que le da sentido a toda nuestra vida.
¿Y si estamos muy dolidos? Porque amé y recibí muchos golpes… ¡Puedo sanar! Porque cada golpe es un motivo para refugiarme aún más en Dios, llenarme de Él (el único fiel, la fuente del amor más puro, el que me abraza así como soy) para luego salir renovado, sanado, dispuesto a amar y dejarme amar aún más. Cada golpe puede ser un gran aprendizaje. Vamos aprendiendo esto de ser “astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16) que el mismo Maestro nos aconsejó: para no dejarnos herir más de la cuenta, para amar de verdad sin ser ingenuos.
Todo, siempre, de la mano de Dios… porque es Su Amor el que habita en nosotros y con ese mismo amor es que lo amamos a Él, a los demás y a nosotros mismos.
Si nos desviamos, volvemos. Si nos cansamos, recobramos fuerza. Si estamos dolidos, sanamos. Vivir del amor. Amar y dejarse amar. De eso se trata…
