Durante muchos años cuando escribía en mi cuaderno las experiencias espirituales que iba viviendo -a mí, que me gusta hacerlo en forma de carta a Jesús- al llegar al final, cuando yo firmaba con mi nombre, quería decirle a Jesús: «¡Te amo!». Pero pronto descubría que no era un sentimiento que representara lo que sucedía dentro mío. Sí sentía que lo quería mucho, pero amarlo me parecía un montón. Sentía entonces tristeza por no poder darme por entero. Sin embargo, pronto descubrí que podía terminar mis cartas a Jesús diciéndole: «Te quiero mucho, te quiero amar».
Sentía que lo quería mucho, pero amarlo me parecía un montón.
Así pasaron un par de años hasta que, ya siendo sacerdote, Jesús me dio la gracia de entregarle mi corazón por entero. De algún modo me lo adelantó en un retiro espiritual carismático en el que participé: en la misa de la Efusión del Espíritu que se celebró me fueron comunicadas dos Palabras. Una de ellas decía de un modo un poco críptico: «Una muralla se derrumba y la gloria de Dios pasa con vos». Sin duda alguna, no entendía bien lo que significaba y mi acompañante espiritual tampoco, pero quedé a la espera confiada de poder comprenderlo algún día.
Unos meses después del retiro llegó una noticia dura: mamá estaba con un cáncer terminal y al poco tiempo partió. Sin duda fue un tiempo muy profundo pero también muy difícil. El corazón se deshace en pedacitos y cuesta mucho tiempo volver a sanar. Ese mismo año, providencialmente, ya teníamos los pasajes para ir a la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, Polonia. Sin duda, ese viaje fue una locura de Dios. Con el grupo de jóvenes con el que fui recorrimos lugares llenos de gracia y de unción. El Espíritu nos acompañó desde que salimos hasta que llegamos. Pero en ese viaje algo pasó…
Después de vivir muchas experiencias increíbles, finalmente llegamos a Cracovia. Allí nos alojaron en una casa de familia en una parroquia en las afueras de la ciudad. Luego de instalarnos, nos preparamos para ir al evento de acogida del Papa Francisco. Al llegar, miles de jóvenes de todo el mundo flameaban sus banderas con una alegría que traspasaba todo. En medio de ese espéctaculo se divisaba el asombroso escenario montado para la ceremonia, que tenía una gigantografía como jamás vi, con el rostro de Jesús Misericordioso. No podía ser de otro modo, ya que fue en Cracovia en donde Él se le apareció a Santa Faustina Kowalska y le pidió que hiciera pintar el famoso cuadro.



Fue en Cracovia, Polonia, donde Jesús Misericordioso se le apareció a Santa Faustina Kowalska.
Increíblemente nos había tocado estar en el sector frente al escenario, así que estábamos a pocos metros de él. Terminada la celebración abandoné el grupo, me acerqué a las vayas del corral donde estábamos y me quedé contemplando ese rostro, esa mirada que sentí que penetraba hasta el fondo de mi alma, de mi vida, de mi corazón. Era como si Jesús mismo me estuviera mirando y diciendo: «Ven a mí». Y recordé entonces el pasaje de la Escritura que dice: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga, liviana» (Mt, 11, 28-30). Fue un momento de mucha gracia que jamás olvidaré.
Era como si Jesús mismo me estuviera mirando y diciendo: «Ven a mí».
Hoy, mirando para atrás, me doy cuenta de que Dios me regaló, a partir de ese momento, la gracia de ser todo de Él. A partir de ese día, Su amor y Su misericordia desembarcaron en mi vida al punto de necesitarlo completamente. Hoy, por Su gracia, puedo decirle que lo amo porque Su amor y Su misericordia fueron primero en mí, me abrazaron y me tomaron completamente. Así comprendo, como los discípulos de Emaús, que el Mesías debía sufrir para entrar en la Gloria y que, por lo tanto, cualquier cruz que nos toque cargar se convierte en la puerta por donde Jesús entra de lleno a nuestra vida.
Hoy, al mirar el cuadro, Su rostro, Su mano que bendice, los rayos de agua y sangre que brotan de Su corazón traspasado y la inscripción que dice: «En Vos confío», no puedo más que desearlo para mi vida y para el mundo entero. Y quisiera que todos pudieran hacer experiencia de ese amor.
Esto tal vez no cambió radicalmente mi vida exteriormente o mi comportamiento de un momento a otro. Sigo siendo el mismo, sólo que camino con la certeza de Su amor. Aún así, sé que día a día me va transformando lentamente para que mi corazón sea cada vez más igualito al suyo.
Sé que día a día me va transformando lentamente para que mi corazón sea igualito al suyo.
Por eso te animo, en esta fiesta de la Misericordia, a entregarle toda tu vida, a dejar que Su misericordia te sane y que puedas caminar siempre confiando en Su infinito amor; que reces el rosario de la Divina Misericordia, que contemples Su imagen o, simplemente, que en tu oración pases largos ratos repitiendo de corazón. «Jesús, en Vos confío».
¡Que Dios te bendiga!