Cada vez tenemos más herramientas para llegar a más partes, para conocer otras culturas, para expresarnos en otros idiomas, etcétera… Basta con entrar a Google, por ejemplo, y traducir algo que escribí o que quiero entender, entrar a Youtube y buscar videos, o utilizar el Google Street View para, precisamente, visualizar y recorrer las calles de otros lugares… En fin, creo que me entienden. O tal vez no. Y acá vamos…
Lo ocurrido aquel día de Pentecostés hace 2000 años fue algo único, maravilloso. Gente de distintas culturas con distintos idiomas se congregaron en un mismo lugar, pudieron expresarse y, al mismo tiempo, comunicarse de un modo perfecto. Cada uno recibió una lengua de fuego. Hagamos de cuenta que cada uno recibió una especie de traductor de Google. Ellos se expresaban en su propia lengua y, aplicando este traductor, podían entender lo que otros, en otra lengua diferente, manifestaban. La diferencia es que este traductor funciona a la perfección (vieron que a veces tira cualquiera Google… 😏).
¿Qué es lo que sucedió? ¿Cómo es que ocurrió? Simple. Fue un regalo de Dios. Es el Espíritu Santo quien permitió aquel acontecimiento. Hablaban ellos un mismo lenguaje: el del amor. El Espíritu Santo ES el amor mismo y, ese día, se donó en plenitud. Muchas lenguas, cada uno con la suya, pero un mismo lenguaje.
Por eso, nos propongo que pensemos de qué manera decimos las cosas, de qué modo nos expresamos, de qué manera nos comunicamos. Muchos de los problemas, de las divisiones, de las peleas se dan por no expresarse bien y, a la vez, por no comprender bien lo que el otro quiere manifestar. La lengua, como dice el Apóstol Santiago, “es un miembro pequeño, y sin embargo, puede jactarse de hacer grandes cosas. Miren cómo una pequeña llama basta para incendiar un gran bosque. También la lengua es un fuego…” (St 3, 5,6). Es un fuego que puede incendiar un lugar entero, con palabras de odio, de prejuicios, de violencia, de maldad. O es un fuego, el del Espíritu, que puede incendiar un corazón, colmarlo del amor con palabras de bondad, de consuelo, de perdón, de paz…
El Espíritu Santo viene a incendiar los corazones, a llenarlos con el fuego de su amor. Invoquémoslo siempre: antes de hacer algo, antes de decir algo, antes de rezar… ¡en todo momento! Es Él quien puede bendecir (decir-bien) en nosotros, quien nos inspira y nos ayuda a comprender a los demás. Es Él quien nos une, a pesar de nuestras diferencias. Es Él quien viene a renovarnos por completo.
Dejemos que este mismo Espíritu que hace 2000 años unió a gente de toda raza, pueblo y nación, haga lo mismo en nuestras comunidades, en nuestros hogares, en nuestra Iglesia.
¡Vení, Espíritu Santo, llená los corazones de tus fieles con el fuego de tu amor! Enviá, Señor, tu Espíritu, y todo será creado… y renovarás la faz de la tierra. Amén.